miércoles, 10 de junio de 2015

Aula magna


Se arroja sobre el sillón con tal abandono que el cuero parece soltarle un pedo rezongón, al tiempo que se oyen varias risas contenidas por todo el recinto académico. Bastante avergonzado, el profesor saca un pañuelo de algún lugar secreto que está debajo de la toga y comienza a limpiar el vidrio de los anteojos con una seriedad extrema y aleccionadora, luego se los coloca y entonces puede ver mucho mejor. Sabe que el sueño caerá sobre él como un halcón en picado ni bien el candidato a doctor comience la defensa de su tesis. Está condenado a escuchar, por horas, palabras tales como fiduciario, derecho supletorio o jurisdicción, pero también tendrá que soportar otras menos conocidas para los familiares presentes -animus lucrandi, onus probandi, exceptio doli-, cuando el examinado crea que debe lucirse. Mientras aguarda, su mente se pasea por el patio de su casa, por la conversación con el taxista, por el almuerzo, por la falta de tiempo para dormir una siesta. Intuye que, en el futuro, ese día será como cualquier otro, pero hoy es hoy y ahora es ahora, maldita sea. La fatiga ya recorre su cuerpo como un líquido viscoso. Para no quedarse dormido, se remueve en su sillón y mira al público, hacia los primeros asientos del Aula Magna. Ve a una chica que tiene un cuaderno abierto sobre el regazo y un bolígrafo en la mano, anota algo, incluso antes de que se inicie ese rito que él considera tan aburridor. Advierte que ella tiene el cabello largo y rubio y, por lo que puede llegar a apreciar, un cuerpo sustancioso y apetecible. En este momento, a él le gustaría abandonar los suyos para penetrar en los pensamientos de la joven, en realidad, para penetrar en su cuerpo, porque el sueño, paradójicamente, le ha despertado su propia entrepierna, que hasta hace un rato parecía estar destinada a dormir para siempre. Penetrar a esa chica, evidentemente, está fuera de toda lógica, murmura. Sorprendido por su falta de mutismo y para defenderse de sus ideas venéreas, comienza a reflexionar sobre la cantidad de veces que se coartan las discusiones con esa expresión: evidentemente, usada siempre para cerrar cualquier asunto, como también para descalificar al interlocutor. E-vi-den-te-men-te, dicen, y después largan una conclusión traída por los pelos, pero ¿evidentemente qué?, si nada es evidente, ni siquiera mi erección, se jacta. En fin, es casi seguro que el sujeto que en minutos exponga su tesis va a ser aprobado por todos los docentes y se convertirá en abogado, otro más. Pero este distinguido miembro del jurado de la mesa examinadora, evidentemente, jamás va a conquistar -mucho menos penetrar- a la bella muchacha de la primera fila.

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