martes, 10 de marzo de 2015

Hinacias

Cuando en el parque vi que esa mujer venía arrastrando a su perro con la correa, no sé por qué, pero algo del sentido de la realidad -de mi realidad, claro- se trastocó. En principio, me pareció que llevaba dos perros, uno grande montándose a otro más pequeño, sin embargo, a medida que fueron acercándose, pude precisar que se trataba de un solo perro, y que era el efecto de la correa tirando del enorme abrigo marrón que vestía al animal lo que me había hecho creer que eran dos. Vaya, La dama del perrito, Chéjov, pensé.

Era invierno y hacía mucho frío, es decir, nada fuera de lo común. Serían las 10 de la mañana y el paisaje urbano se veía fatal y completamente gris. Aunque nunca hubiera puesto un pie en Hungría, andaba yo paseando por Budapest, doblaba por aquí, me detenía allí, seguía más allá: caminaba al azar. De pronto, desde una ventana cualquiera de la callejuela por la que estaba transitando (creo que era la Kende Utca) me llegó una hermosa melodía tocada con un violoncelo. No sé por qué, pero en ese momento algo del sentido de la realidad -de mi realidad- claro- se trastocó, me di cuenta de varias verdades que me parecieron demoledoras, catastróficas: conocía la melodía (me encantaba), pero supe en el acto que no lograría determinar quién era el autor ni cuál era el nombre de la obra, como tampoco podría localizar la ventana precisa de la cual provenía el sonido, ni conocería jamás al (o a la) violoncelista que la ejecutaba, entonces me angustié al pensar en el número gigantesco de hiancias que se producen en un breve instante, tantas que me sentí una cosa insignificante, como un perrito. Sí, un perrito arrastrado por una dama que tiene mucha prisa. Mejor entro en un bar a echarme una bebida fuerte al estómago, me dije, abusando de mi lenguaje egocéntrico, sea infantil o literario.

El pensamiento necesita huecos, señores, necesita grietas, agujeros negros, vaginas existenciales… hiancias, porque por esas hiancias -palabra que el DicdelaRealAcadEsp se obstina en no aceptar- el pensamiento se escabulle antes de que el pensador lo sorprenda, incluso antes de que él, el propio pensamiento, se sorprenda a sí mismo como causa, camino o resultado.

Dije la frase de corrido y suspiré largamente al terminarla, luego miré alrededor, desafiante, buscando que alguien me contradijera para. Entonces golpeé la barra con la palma de la mano derecha y vociferé: a ver, un vaso de pálinka. Era una orden más que un pedido. Me lo trajeron. El pálinka, este pálinka, dije, levantando el vaso para mostrárselo a los cinco o seis parroquianos que me observaban un poco asustados, es la hiancia que ahora necesitamos tanto yo como mi pensamiento. Y lo bebí de un solo trago. Dejé el vaso vacío en una mesa cualquiera y salí del lugar con esa paz que sólo se siente después de haber confesado una incapacidad delante de otros, fue una de las mejores cosas que me ocurrieron en una mañana gris y fría. Moreover, ése fue el impulso necesario que -a posteriori- me llevó hasta Budapest para inventar esta historia, para vivir dentro de ella y después contarla, y para entender cuán pequeño -o grande- puedo llegar a ser.

Ahora que están pasando justo delante de mí puedo asegurarlo sin temor a equivocarme, lamentablemente en este parque nadie se monta a nadie, es sólo una dama tironeando de un perro, un simple perrito abrigado y sobón.

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