martes, 10 de marzo de 2015

Ya nadie usa sombrero


Antes de salir a la calle, comprobó que la corbata estuviera derecha y que el sombrero se inclinara levemente hacia la izquierda. Escondió sus ojos detrás de los lentes oscuros, guardó la Derringer en bolsillo escondido de su chaleco y abrió la puerta de calle. Afuera lo esperaba otro día de trabajo.
Vestido con un traje de lana inglesa de un negro funerario y con una camisa de algodón egipcio de 80 hilos, era quizás el hombre más elegante que caminaba por esas calles. Sus zapatos italianos brillaban con el sol otoñal en sus puntas, tanto como el reloj de oro que colgaba de la cadena que cruzaba su abdomen de lado a lado. 
Su nombre era Sandoval, pero todos lo conocían como el Lobo. 
Frente a su casa sus hombres esperaban. Los autos estaban con el motor en marcha, listos para llevar adelante la diligencia programada para ese día. Cuatro autos, quince hombres, lo suficiente como para poner fin a la absurda guerra que durante los últimos seis meses tanto dinero le había costado. Homero Valdazzi, el mayor de los tres hermanos conocidos como los Carniceros, salió a su encuentro ofreciéndole una Thompson reluciente con su cilindro aceitado y su cargador a tambor lleno de plomo. Sandoval la tomó en sus brazos y apuntó hacia el cielo por un segundo antes de comentar –Con ésta belleza se debe poder matar a Dios –, y de inmediato soltó una carcajada que contagió de estupidez a todos los presentes. 
Sandoval subió al primer auto y arrancaron. Todos sabían a dónde iban. Todos sabían cual era el negocio pendiente.
Del otro lado del barrio, el Polaco pasaba la franela sobre los caños de la escopeta que su abuelo le había regalado para su décimo cumpleaños. 
–Con ésta maté mi primer presa –dijo, refiriéndose a algún hombre cuyo nombre ya no recordaba –, y después de ese nabo vinieron otros, tantos otros. Quedate tranquila, bebé –suspiró muy cerca del arma –, hoy te hago otra marca. 
Desde su oficina, el Polaco veía todo. Sus hombres, abajo, armados con fusiles y pistolas, esperaban al agresor que pronto habría de llegar. Su segundo, Víctor Strosky, hablaba por teléfono. Asentía a lo que le decían soltando de vez en cuando un gruñido. ¿Con quién mierda hablás? Con la Betty, me dijo que vio el cortejo del Lobo acercarse por la avenida. Dejalo que venga, ya le voy a enseñar a ese cachorro quién es el jefe. 
Víctor bajó y puso a todos en alerta, pero los autos no llegaron. Sonó el teléfono. El Polaco atendió. 
– ¿Qué te pasa? ¿Sos puto ahora?
–Te estoy dando la oportunidad de tu vida.
– ¿Acaso sos vendedora de Avon?
–Andá a la mierda. No me dejás otra que matarte. 
Entonces resonaron dos disparos. Primero cayó el Choclo y de inmediato Pancho Rivera. Un tercer tiro y Custer rodó sobre el suelo del patio. 
–Cúbranse todos –gritó Víctor, y de inmediato las puertas de la casa estallaron en mil pedazos. La batalla fue breve y sangrienta. Las Thompson dibujaron los graffiti más extraños sobre la pared. 
Sandoval se sacudió el polvo de sus zapatos antes de entrar a la oficina del Polaco. Le entregó a ametralladora humeante a Homero Valdazzi y se acercó para ver a su rival. 
–Sorry gordo –le dijo a su rival –, es una cuestión de negocios, no te lo tomes a pecho –. Sacó la Derringer y disparó. En ese momento descubrió la sonrisa que lucía el Polaco y entendió que el juego había terminado. La granada lo arrojó contra la pared y le abrió un agujero del tamaño de una naranja en su costado. Su sombrero, medio chamuscado, yacía a su lado.
La policía llegó con sus sirenas pero, para los dos rivales, ya era tarde. 
Ya nadie los recuerda en el barrio. 
Ya nadie usa sombrero.

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