Creo que puedo afirmar, sin temor a quedar como vanidoso, que soy una persona bastante sociable. Bueno, es que en verdad me gusta vincularme con la gente, generar lazos, estar al tanto de lo que sucede en diferentes ámbitos, por eso -entre otras cosas- suelo ir a todas las fiestas o reuniones a las que me invitan, aunque la única persona que conozca en el lugar sea la que decidió llevarme. Todo va bien hasta que esa misma persona que me invitó, en algún momento en el que se produce una pausa silenciosa, tiene la despreciable idea de señalarme con el dedo y decir en voz alta, para que todos lo escuchen: Un minuto de atención, por favor, quiero que sepan que mi amigo es escritor. Uuuh, perolaputamadre. En ese instante sucede algo muy difícil de explicar, la comunicación de mi compañero provoca una serie de vibraciones sutiles en el aire, muy parecidas a las del efecto doppler, que hacen que la atmósfera de la reunión cambie, como si todos los concurrentes -lenta y gradualmente- se acomodasen en sus sillas y adquirieran atributos que segundos antes no habían mostrado, la indecisión del Príncipe Hamlet, el idealismo del Quijote, la desvergüenza de Ana Karenina, la crueldad del payaso Pennywise; es lo más parecido que puedo imaginar a un cambio repentino de dimensión o de plano. Lo cierto es que después de algunos comentarios y preguntas acerca de mi actividad, todo vuelve a la normalidad y los invitados continúan comiendo, bebiendo y contando sus aventuras cotidianas. Pero no, la información queda registrada en la mente de cada uno y ya nada es como en un principio. Entonces, en algún momento en el que sólo estoy prestando la cara porque no tengo otra cosa mejor que hacer que reflexionar sobre la enorme cantidad de insectos que hay en la selva amazónica, descubro que varias personas están mirándome fijamente, sonriendo con picardía. Hasta que alguna se anima y me lo suelta: Supongo que estarás tomando nota de todo lo que hablamos, con nuestras anécdotas vas a tener letra para escribir un libro entero, ¿no? Yo callo, sí, callo y aprieto los labios para no dejar escapar una sílaba, pero digo que sí con un movimiento tonto de cabeza, ofrezco una sonrisa indulgente y bajo la mirada, mientras por dentro le grito al tipo que no, que ninguna de las historias que contaron podría servirme para escribir nada de nada, porque son cosas obvias, aburridas, frívolas, triviales, le revelo que ni siquiera podría armar una oración interesante basada en lo que oí durante la reunión. Sin embargo, al tiempo me sorprendo escribiendo -con mucho empeño- un texto atípico como éste, un inclasificable que roza la confesión lisa y llana, y entonces me doy cuenta de que ellos, los invitados, tenían toda la razón.
Dedicado a Ato.
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