jueves, 30 de mayo de 2013

Humberto Dib


La comodidad de lo sólido

En un bosque de Oxfordshire, una jauría de trescientos perros mató a treinta y seis liebres. Los perros pertenecían a ciento veinte cazadores, las liebres, a una pareja de ancianos. Los cazadores, los perros y los ancianos (todos) tenían un nombre, las liebres, no sé, pero estimo que sí.

Salí a dar un paseo para aclarar las ideas, la vida estaba resultándome más difícil de lo que había imaginado desde que -aquella tarde de otoño- me hicieran saber de mi infortunio. Como si el camino de la existencia y el propio hecho de recorrerlo no fuesen lo suficientemente complicados, las roturas y las inmundicias de la acera me obligaban a desviarme -una y otra vez- y se sumaban a los otros obstáculos de mi realidad en una sinfonía de metáforas incordiosas. Quise regresar a casa de inmediato, pero esa intención me pareció que también reflejaba mi actitud frente al Destino. Entonces, avancé, decidido a atravesar la calle sin mirar a los lados. Fui atropellado y morí en el acto -me gustaría decir-, pero no, ni siquiera me sucedió eso, no todos tenemos el privilegio de ser las víctimas de nuestro propio drama.
Decía que los cazadores, los perros y los ancianos (todos, insisto) tenían un nombre, las liebres, no sé, pero supongo que sí. Me encantaría poder enumerar los cuatrocientos cincuenta y ocho nombres y asociarles a cada uno de ellos una acción encumbrada, para que esta charlatanería alambicada mereciese el mote de relato o para que todo quedase más claro y el conjunto resultara, al menos, armónico, como esos cuadros en los que se destaca el rojo de las chaquetas de los cazadores y el castaño dorado del lomo de los perros. Pero no tengo ganas de tomarme semejante trabajo. Ah, lo olvidaba, los lebreles también destriparon a Bambi que era un cervatillo muy dulce al que le gustaba comer hojas tiernas.

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