lunes, 13 de mayo de 2013

Rosanna Nelli


Este cuento de Rosanna Nelli obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Cuentos “Mujer y Memoria” de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en 1992, jurados Tununa Mercado, Sofía Laski y Silvia Plager y está recogido en le antología “Mujer y memoria”, Torres Agïero Edito,

Rosanna Nelli es cordobesa y actualmente reside en Argentina, obtuvo varios premios en Argentina y España, publicó en diarios y revistas literarias de Argentina y de Catalunya, y tiene dos libros de poemas editados: “Mémini” 2006, Ediciones del Copista, y “Una mujer habla y dice:”, Alción Editora, 2012.

¿Tristeza no tiene fin?
Tristeza nao tem fin, felicidade si...
Canción popular brasileña. 

Era fácil decir que yo no era una chica agradable, en todo caso, ni mansa, ni aquiescente: no la soñada; en cambio, era ríspida y acorazada como un quirquincho. 
Ese verano, sin embargo, con los pantalones atigrados de arañazos y el olor agrio de la transpiración en todo el cuerpo, me sentía casi buena.

Cuando María me empujó a la pieza con la misma ausente dulzura que empleaba para desplumar gallinas o para afilar el hacha, me sentí perdida.
-Bañate Mulita ¿qué le vas a hacer?- me había dicho detenida un instante con la cortina levantada bajo el dintel luminoso. 
Yo estaba de pie junto al balde, inerme en medio de la pieza sombría, y ella me había mirado por primera vez sin mandarme; después, había dejado caer la cortina, un cubrecamas colorado en el remoto Piemonte, y se había ido con el maíz y con la voz repiqueteando por toda la casa.

Recuerdo que me quité los pantalones, la camisa plana, las zapatillas barrosas cuajadas de rosetas, mirando el agua que se espejaba en círculos, con espantada parsimonia.
Afuera el sol ya no era tan furioso porque el verano del setenta y dos se aquietaba. 
Adentro todo era denso y opaco, elemental.
En una ventana pequeñita se recortaba un ojo de sol, y otro trozo de cubrecamas exhausto se ahuecaba e inflaba como un pulmón.
El aire cálido, el sol brumoso, arrojaban inasibles veladuras; a lo lejos se oía el agua del molino al caer en el tanque, el viento en las higueras, las loras.

LLené el fuentón inmenso que tambaleaba sobre los ladrillos desollados del piso, y me metí.
Recuerdo la voz lenta, pesada, de María, agitándose en el viento como una fusta cansada.
Recuerdo el jabón posado en una larga hoja de porcelana translúcida, y las doradas nervaduras, la porcelana pálida.
Recuerdo que tomé el jabón y lo miré con detenimiento. Era un jabón áspero y seco, agrietado como una corteza, que no olía a nada; y en la pieza el único olor que yo sentía era ese indefinible del humo, como la sustancia primera de toda la casa, y el olor del carbón, de la tierra y del agua, olores que no enmascaraban y que iba a perder; aromas que me decían que la vida, o quizás yo misma, no éramos tan malas.

Cuando el Chevrolet azul dobló en la curva del terraplén, nimbado de polvo, yo ya estaba lista con mis cosas, atrincherada tras el tractor inmenso, atemporal, sintiendo la desolación que se inflaba en mi pecho como una esponja del tamaño del sol.
Y nada se detenía, nada se retractaba... yo veía avanzar el auto devorando metros, un punto azul, vertiginoso entre la nube parda que se agrandaba con la luminosidad, y deseaba con toda la fuerza de mis doce años que sólo se tratara de un espejismo del camino, que el oleaje turbio del calor se lo tragara para siempre en un pozo de la tarde.
Me adelanté en silencio. 
Saludé sin casi palabras a esa gente laboriosa y austera, suspendida en su jornada sólo para consolarme; abracé uno por uno a todos los buenos que me habían albergado durante esos últimos y definitivos meses de verano, y me dí vuelta en el auto para no verlos más.
No pude ver la pollera descolorida, las piernas fuertes, combadas, de María, y su mano agitándose junto al tractor detenido en su sueño solar.
No quise ver las caras de los chicos, las cosechadoras desdentadas que se herrumbraban al viento, junto a la casa, ni los perros flaquísimos, amarillos, que flotaron tras el auto con ladridos entrecortados, hasta diluírse, como todo, en la polvareda final.

Enseguida me sentí a salvo y nuevamente perdida.
Mi padre me tocó con su sonrisa triste como un tentáculo, me abrazó con su blando abrazo melancólico y yo me solté desmadejándome sin violencia hacia el otro extremo del asiento, pegándome contra la puerta, despegando los ojos sobre el borde de la ventanilla para mirar el campo de rastrojos pálidos, filosos, que se dilataba contra el cielo de la tarde.
La voz de mi padre se entrelazó entonces con una chacarera alegre, furiosa, que la radio propalaba; sin escucharlos abrí el paquete que me tendía y desplegué en un silencio la blusa que me habían enviado.
Todo se me antojó irreal, grotesco, levemente trágico: el regalo imperioso, el papel atestado de mariposas, el moño, la cinta satinada.
Desde el primer momento me insultaron la levedad de la tela, la blancura mortuoria y la impertinencia del cuello y de las mangas. 
En todos los bailes del campo no hubiera podido encontrarse una cosa así; ni en la boda del pueblo la novia era tan blanca; y hacía más de dos meses que yo no veía un objeto tan fútil, tan nítido, porque mis ropas, de colores alegres, se habían también sosegado.
Pensé en mi madre, inclinada, mirando vidrieras en la recova antigua, frente a la plaza de la catedral.

Me sentí estúpida y mala.

Un sulky tardío me distrajo.
Contra la línea del monte, dos molinos se recortaban a la distancia girando sus aspas azules al viento de la tarde. El más lejano viró bruscamente lanzando un destello de plata desde su cola afilada.

Dejamos el terraplén y entramos al asfalto. 
Cuando pasamos por Piquillín, una bandada de loras esmeralda se alzó con estrépito desde una alameda; mi padre volvió a subir el volumen de la radio y recomenzó a hablar.

Contó de dos ventiladores de mesa que él le había regalado a mi madre durante ese implacable verano; hablaba de unas aspas de plástico transparente, en lugar del rudo metal, de un zumbido suave como una abeja embriagada, y yo me imaginaba a los ventiladores agitando las fantasmales cortinas, los helechos desbordados del patio, las jaulas. 
Me imaginaba, con la cara ardiendo por el sol que ya se apagaba en los maizales, en el pelo amarillo de mi padre, a los ventiladores volando suavemente por toda la casa, anclados en sus cables, sin despegar jamás.

Me dormí soñando con ventiladores y abejas, con molinos de viento remando el cielo con sus colas de plata. 
Soñé con el verano y los bailes del carnaval bajo el tinglado encendido y los músicos de pantalones ajustados y mangas tornasoladas.
Soñé con los primeros bailes y los primeros besos, y el tanque que se ondulaba de estrellas en la noche callada.
Soñé que me bañaba para irme y que entre las lágrimas jabonosas miraba esa pieza en donde nunca antes había estado; sobre la cómoda pesada y gris, frente a un espejo que me devolvía una imagen remota, distorsionada, soñaba que veía unos perfumeros de cristal y una foto muy grande y borrosa de unas gentes antiguas en montañas nevadas.
Y la nieve. 
Y una foto de novia de María, con un collar de perlas, muy blanco, muy largo.

Soñé con los asustos furtivos entre las totoras estremecidas del lento río, con el río lento y zigzagueante y el lento llanto del almamula entre los tunales.
Me desperté y pensé en la foto de María y caí en la cuenta de que también ella era mujer.
Reparé en ésto con asombro porque hasta entonces no me habían parecido mujeres las del campo.
Pensé en las chacreras y en el entramado del maíz secándose al sol, en los niños y en los surcos barrosos en donde se arremolinaban las gaviotas tras los enrejados; pensé en los hombres y en los pastos, y en los caballos bajo la llovizna inmóvil, en el campo.

Me desperté por las lágrimas que me corrían por las mejillas, tímidas y resignadas como la voz de mi padre, mientras Tormenta cantaba una canción salvaje desde la radio; me desperté, también, porque la tristeza de la música trepaba por mi garganta como una araña emplumada.

Mi padre dejó de hablar, se estuvo en silencio unos momentos, y sin apartar la vista de la ruta, estiró la mano y tocó mi cabeza cansada.
Yo quedé también en silencio. 
Él se replegó a su vez en una quietud doliente, estancada como una Piedad y me enjugó las lágrimas con su mano pálida.
De la radio se había eclipsado Tormenta y había comenzado a derramarse una canción en portugués, hermosa y patética como la ciudad que ya se espejaba a lo lejos.
Era domingo.

-No llorés más- dijo mi padre.
-No llorés... por favor: no llorés más- y cuando volvió a acariciarme con la palma mojada, yo abrí la boca desmesuradamente y atrapé de una dentellada furiosa, hiriente como el fulgor de los molinos, esa mano tierna, venerada.
Y apreté los dientes y mordí, mordí, mordí con toda la desolación y la furia y la vida que todavía sostenían mis años en aquel agónico verano.

Mordí la mano de mi padre para que ese otoño que ya empezaba en los campos y en las alamedas del camino, no me dijera, como la trompa azul del Chevrolet desgajando el viento, como la radio desesperada, que existía una posibilidad, aunque fuera remota, de que la tristeza no tuviera fin.

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