domingo, 28 de abril de 2013

Silvia Milos


Abracadraba


   Nos llamaron a  beber afuera, en la casa no querían que circulara el alcohol por ningún motivo. Sobre las doce de la noche, nos juntamos en la vereda para alejarnos de la música de viejos que en ese momento sonaba como un bombo roto. Adentro, las luces del jardín cimbraban con un viento surrealista, parecía una película de los sesenta. Aún mis recuerdos son borrosos, debe ser por lo que nos pasó. De nuevo, las luces amarillas se movían entre los árboles y la gente, que estaba a medio iluminar también. Yo los observaba y reía, sé que hice alguna broma al respecto.  Tal vez dije-parecen muertos-vivos, o algo similar, porque bailaban estirando los brazos y las piernas sin compás.  Tenía a  Roxana rodeada con un brazo, apoyada sobre mí, y un vaso vacío en la otra mano. Era un tzipouro griego, un brandy sin etiqueta traído de contrabando. Fue pasando de uno a uno hasta que llegó mi turno, y me serví.
   Nunca me gustaron los envases opacos. A decir verdad no tenía mucha experiencia con el alcohol, pero podía aparentar como todos, y convencido por la mirada de Roxana me decidí. Entrecerré los ojos, y di un pequeño sorbo desconfiando del líquido. Era dulce y picante a la vez, recorrió cada intersticio de mi boca, pasó pronto por mi garganta hasta mi estómago dejando un ardor insoportable.
   El trago como una serpiente a la espera de ser liberada,  me provocó una llaga en la lengua. Solté el vaso, y el líquido salpicó de mil lunares huecos su blusa recién estrenada.
   Dios, como contarlo sin que suene a desquicio, trato, de veras trato. 
   Ella todavía sostenía una de mis manos cuando la sentí terriblemente fría. Y como en una misteriosa secuencia fue perdiendo el brillo de su piel, comenzó a tener arrugas y sus uñas pasaron de rosadas a sepia creciendo a una velocidad fatal. La solté espantado tomando una leve distancia, impresionado comprobé que había envejecido sesenta o setenta años. Me tapé los ojos para no llorar, aunque Roxana parecía no haberse dado cuenta de nada, y adentrándose en la fiesta mascullando insultos, me dejó. Los otros, que estaban conmigo bebiendo, siguieron la ronda; se divertían a su manera, aunque evitaban levantar la vista y enfrentarme. Ya no se reían, extrañamente las mandíbulas se les desencajaron hasta que los dientes saltaron por el aire como canicas. Con las bocas negras, ya sin paladar para tragar el vino quisieron decir algo, pero las palabras  sonaron a un zumbido. Ninguno pudo volver a  emitir su nombre. 
   Yo estaba paralizado, tampoco podía hablar, ni llamarlos, era tal el miedo que sentía que todavía hoy no recuerdo una situación igual. Giré la cabeza hacia la casa, el tocadiscos estaba con la misma música, repetía la canción estancado en una sola frase: Abracadabra, hasta que luego fue sólo un chillido. La púa trabada se había convertido en un cuchillo que me picaneabalos oídos.
   Alcancé a vislumbrar el resplandor de las bombillas agitándose, y un montón de sombras sostenidas contra la pared trasera, parecían personas. Pero Roxana, ella con su blusa manchada, no volvía. De pronto un estallido rompió mis huesos tarsos, la botella vacía resbaló y dio imperiosa contra las baldosas, anunciaba justo las doce. 
   Nadie quiso comentar los hechos, juramos no volver a beber, y a Roxana, todavía la estoy buscando. Si la ven, (si la pueden ver), tapen los espejos.

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