martes, 19 de marzo de 2013

Fernando Morote

Fernando morote nos envio un relato para que publiquemos en el blog. A continuacion van a poder leerlo junto con una breve reseña de su biografia:


Fernando Morote
Piura, Perú-1962. Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011). También del poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994). Ganador del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico (Madrid, 2010). Finalista del VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato (Madrid, 2012). Sus textos han sido incluidos en las antologías “El sabor de tu piel” (2010), “Microantología del Microrrelato II (2010) y “Eros de Europa y América” (2011) de Ediciones Irreverentes de España. Varios de sus relatos han sido publicados en la edición digital del periódico Irreverentes de Madrid. Ha colaborado con diarios y revistas de su país. Actualmente vive en Nueva York.

Los Ingobernables

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No éramos una banda de delincuentes. Ni siquiera éramos una pandilla de malandrines. Éramos simplemente nosotros; los ingobernables…
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Cuando nos cruzamos por primera vez, en los estrechos pasajes de Pompeya, supimos que pertenecíamos a la misma estirpe. Haraganes por vocación, nos unía el lazo común de la indiferencia. Ayudar con las tareas de la casa o cumplir los deberes del colegio no figuraba entre nuestras prioridades. Nos interesaban otro tipo de detalles. ¿Soltera o divorciada? ¿Casa propia? A quién podía importarle. A lo mejor algo no funcionaba bien en nosotros.
Grandes conversadores, no éramos. Guapos, que digamos, tampoco. Corpulentos o fortachones, ni en broma. Y carro, no teníamos. Adolecíamos por completo de disciplina. No respondíamos a la imagen de jóvenes dinámicos, graduados con honores, entrando temprano a engrosar las filas de la fuerza productiva. Muchos nos señalaban como vulgares y malogrados.  
                                                                      3                                                                  
Nuestras casas formaban parte de un conjunto habitacional construido bajo el concepto de viviendas unifamiliares de interés social. Agrupadas en manzanas, se identificaban con una letra del alfabeto. Podían tener una o dos plantas, patio y jardín, o sólo uno de ellos, dependiendo del modelo. Cada unidad llevaba un número. Las calles estaban bautizadas con nombres de flores y pueblos norteños. Llegar a una urbanización como Pompeya, ubicada en el corazón de la capital, representaba un símbolo de progreso para nuestros padres. La mayoría proveníamos de viejos distritos, algunos de lejanas provincias.
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Alguien había intentado sembrar rosas primero, luego geranios. Nada crecía allí. Todo posible ornamento de jardinería rechazaba nuestra presencia o sucumbía ante ella. Era un trozo seco de acera coronado por una banca de cemento. Aunque para los vecinos fuera sólo un nido de pastómanos, para nosotros era la Esquina de las Estrellas.
De día constituía nuestro rutinario punto de encuentro, el escenario natural de espontáneos desfiles de modas e improvisados concursos de belleza. Cada vez que asomaba una buena hembra transformábamos la vereda en una pasarela. Le cedíamos el paso como caballeros y nos convertíamos en miembros del jurado. Nos absteníamos de lanzar piropos; los considerábamos un signo de manipulación barata. En su reemplazo, formulábamos serenas declaraciones salpicadas de comentarios circunspectos. Luego aplaudíamos asignando un puntaje valorado a las cualidades apreciadas. De ser el caso, vivábamos con júbilo. En ocasiones abríamos el debate para resolver eventuales diferencias. Algunas candidatas, muertas de vergüenza, apuraban la marcha, varias de ellas rozaban el límite del bochorno, otras decididamente huían, y unas cuantas entraban al juego, bajaban la velocidad para mostrar lo que tenían, y coqueteaban sin falsos escrúpulos.
Por la noche el espectáculo devenía en algo similar a una función de cine erótico. Mientras Belaúnde insistía en llamar abigeos a los asesinos de personas inocentes en remotos caseríos de Ayacucho, nosotros buscábamos en secreto a nuestra modelo. La espiábamos desnudarse frente a la ventana, esperando la llegada de su gigantesco marido.
-¡Ropero! –le gritábamos al infeliz.
Sólo así, parapetados en los tupidos granados de nuestra guarida, nos vengábamos del escarnio por dejarnos arrechos.
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Ingresamos al edificio como si fuéramos a robar un banco. Un atractivo tufo de clandestinidad reinaba en la entrada. El cartel luminoso dibujaba un crispado felino azul libando de una copa amarilla. Recorrimos el largo pasillo hasta llegar a la barra iluminada por un fluorescente redondo. El Narizón caminaba con resolución. Su lacia cabellera, rodeándole el cuello, le llegaba hasta los hombros.
De inmediato nos abordaron dos chicas en sostén y minifalda. No era posible descubrir en la penumbra de qué material estaban confeccionadas. Pedimos cuatro submarinos y ocupamos una de las mesas más distantes. Con esas melosas tonadas zumbando en nuestros oídos, no podíamos dejar de extrañar la agresiva armonía de Led Zeppelin. Prescindimos de cualquier atisbo de conversación. No teníamos tiempo ni dinero para desperdiciar en preámbulos innecesarios. Estábamos ansiosos por iniciar la sesión de tocamientos no indebidos. Trepamos las estrechas gradas de metal oxidado. Una cantidad de mesas y sillas amontonadas conformaban una especie de mezanine desierta. Un débil halo de luz nos marcó la ruta a seguir.
Nos asomamos a la baranda. Sobre la pista de baile, una solitaria pareja de borrachos daba tumbos tratando de mantener el compás de un bolero. Pocos minutos pasaron antes de que pudiéramos reconocer el vibrante percutir de un hueso azotando una madera. Divisamos el segmento de una canilla.
-¿Narizón?
Afinamos los sentidos. A sus señas particulares, el Narizón sumaba un notorio lunar en forma de piedra preciosa que cubría la piel de su bálano, pero eran sus botas vaqueras de caña alta, punta de acero y taco aperillado las que definían su inequívoca estampa. Siguiendo la curva de la pierna, distinguimos la hebilla de la correa y, mezclada con ella, una porción del calzoncillo. Más arriba, un muslo lampiño. Nos aproximamos para certificar el hecho. Una franja blanca cruzaba las nalgas, contrastando el resto del cuerpo bronceado por el sol. Los escuálidos cachetes parecían estar sufriendo un demoledor ataque epiléptico.
Las luces del local se encendieron, dejando en evidencia un chiquero de ínfima calaña.
-¡Nadie se mueva! –ordenó una voz.
Nos arrimamos de nuevo al muro del altillo. Un grupo compacto de policías armados había tomado el lugar por asalto. Nos cogieron a todos con los pantalones abajo.
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No podíamos quedar como cobardes. Sabíamos con certeza que esos compadres acogotaban, pescueceaban y atracaban sin compasión. Pelo’e Momia, cuatro tímidos cabellos alfombraban su prematura calvicie, era el líder del grupo. Cagaleche actuaba como su mano derecha, aunque tiempo atrás, debido a una infección desatendida, seguida de una mala práctica médica, le habían amputado el brazo del mismo lado. El Negro Harina, redondo y carcoso, debía su inadaptación a un trauma infantil causado por  la bestialidad de sus padres. El Salvaje descollaba, en cambio, por su insuperable resistencia al consumo ininterrumpido de estupefacientes. El Vikingo, fornido rubio de corte nórdico, era temido por sus reacciones volcánicas y el único de ellos que ostentaba una apariencia civilizada. Émulos fieles del “Loco Perochena”, “Django” y “Los Retacos”, habían tomado posesión del campo de juego y se entretenían haciendo tiros al arco, lanzando centros al área, ensayando jugadas combinadas.
Después de una breve conferencia para distribuir nuestras posiciones, saltamos a la cancha con forzada hidalguía. Nadie diría que lucíamos ágiles, confiados o colmados de entusiasmo. A decir verdad, podíamos pasar mejor como un florido puñado de mascotas patulecas y enclenques, un lote de cachorros desamparados, escoltados por gansos y pavos. Cualquiera nos hubiera confundido con un circo de parodia futbolera. Una óptica más favorable nos habría comparado a una camarilla de pacientes convaleciendo de una especie de parálisis comunitaria. Si hubieran aplicado nombres para nuestros equipos, ellos habrían sido “Los apretadores” y nosotros “Los pobres diablos”.
-Ustedes sacan –ordenó Pelo’e Momia, con su habitual arrogancia, y aventó la Tango de 32 paños a nuestras raídas zapatillas.
Desde el primer toque, ninguno quería recibirla. Por el contrario, nos alejábamos de ella.
-¿Van a jugar o no? –preguntó, impaciente, Cagaleche.
Entonces el Doctor sorprendió con un pase largo de carácter magistral. Desprendiéndose de su marca, al otro extremo de la cancha, Camote aulló:
-¡Mía!
Arqueó la espalda con encomiable afán por matar el balón de pechito, pero dadas sus evidentes descoordinaciones psico-motoras, al mismo tiempo alzó ambos brazos y estiró una pierna a la altura de la cintura. Resultado: innovador paso de prima ballerina. Consecuencia: saque de meta para la escuadra rival.
Ahora eran ellos los que tenían la iniciativa. El Salvaje desplegó una meticulosa triangulación saliendo de su área. El principal problema radicaba en que manejaban la pelota con excesiva destreza. La veíamos circular inaccesible, escurriéndose por nuestras huachas. Demasiado rápidos para nosotros. El Champero sufría tratando de reconocer la diferencia entre un pase, un rechazo o un rebote; se atacaba de nervios y despejaba a cualquier parte, como si un cartucho estuviera dinamitando sus ampollas.
Tras recoger un servicio a rastrón, Cagaleche envió un tiro bombeado al vacío. Vimos al Negro Harina impulsarse con energía para romper nuestro arco de un furibundo cabezazo. Felizmente, por un mínimo error de cálculo en su salto, pasó de largo con los pelos parados.
Nuestro segundo intento de reacción fue una calamidad. Si hubiéramos vivido en tiempos de los romanos, habríamos terminado siendo arrojados a los leones. Fallamos de modo miserable cada remate. Aunque algunos resultaron potentes y veloces, todos sin excepción encajaron en ventanas, árboles y postes aledaños.
Debido a su inoperancia en la delantera, desterramos al Conde abajo de los tres palos. En un contragolpe fulminante del enemigo, se dio maña para barajar el peligro él solo. Sus bermudas con rayas amarillas y blancas constituían una efectiva distracción visual. Pero el hecho determinante que influyó en el desenlace de la jugada fue que, al enfilar hacia nuestra portería, el Vikingo lo encontró echado sobre el punto de penal con los brazos bajo la nuca y las piernas cruzadas, contemplando las nubes, como si estuviera tomando sol en la playa. Fue tal el desconcierto del atacante que terminó pateando hacia su propio arco. El ejemplo del Conde nos demostró que un espíritu libre es capaz de obtener los resultados que desea superando la pobreza de lo convencional.
Sin embargo, Pelo’e Momia y su equipo sabían bien cómo amedrentar a un adversario. Una alevosa zancadilla del Salvaje hizo rodar a Barreta en el preciso instante que éste se aprestaba a inflar las redes contrarias de un soberbio taponazo. En reconocimiento a su ímpetu, lo designamos por aclamación como ejecutor de la pena máxima.
El Negro Harina fue convocado por Pelo’e Momia para evitar nuestro adelanto en el marcador. El improvisado golero se agazapó y extendió sus brazos para cubrir la línea de sentencia.
Barreta caminó despacio hacia la pelota. La acomodó con paciencia y la pisó con autoridad. Respiró hondo. Se enfrentaba al eterno dilema: dónde ponerla. Se puede escribir un tratado de varios tomos sobre las infinitas posibilidades y los riesgos implícitos en una decisión de esta naturaleza. Al final, todo se reduce a un tema de intuición. Finiquitado el protocolo, retrocedió unos metros para ganar potencia. Inclinó su masa muscular hacia adelante y apuntó directo al ángulo superior derecho. Su puntazo despegó con destino opuesto al elegido.
-¡Gooolllll! –rabiaron al unísono Camote y el Doctor.
El Champero era consciente de que celebrábamos un día histórico en nuestras vidas. Por lo tanto se consagró a convencernos de que merecía un puesto en el cuadro titular. Corrió como perro de presa el resto del partido. Se tiró en carretilla, palomita y chalaquita. No dio una bola por perdida. Hizo de zaguero central y puntero mentiroso. Pudo meter más de un gol y salvó varios. Se comportó como un verdadero ídolo. La ausencia de espectadores y de árbitro no fue obstáculo para impedir su descollante actuación. Sólo en las postrimerías del encuentro nos asustó un poco, cuando lo vimos partir raudo hacia alguna parte, como si estuviera huyendo de un calabozo. Fue tanta su determinación, que los rivales se apartaron del camino para dejarlo pasar. En su obsesión por seguir el curso del esférico viajando en el cielo, olvidó que la cancha tenía un límite reglamentario. Al girar y bajar la cabeza, se topó de nariz con el travesaño. El violento impacto lo frenó en seco. Se desplomó como un cadáver, su albo atuendo teñido de sangre. El arco entero permaneció temblando a sus pies. Una heroica demostración de que la gloria exige, sin duda, un alto precio que pagar.                                                                       
                                                                       7
El sol pugnaba por abrirse paso ante el asedio de un ondulado colchón de nubes negras, que proyectaban un inminente aguacero matinal. Abandonamos el mercado del pueblo con nuestra canasta familiar a cuestas. Diez unidades de pan popular, cincuenta gramos de leche Enci y un kilo de azúcar rubia componían la ración permitida por persona.
Desplegando un superlativo nivel de educación vial, caminamos hasta el crucero peatonal. Antes de iniciar nuestro responsable traslado, miramos con cuidado a ambos lados de la avenida. Pese a la precaución, no fuimos capaces de avizorar lo que nos deparaba el futuro. Cómo adivinar que el conductor (quién sabe si un viejito jubilado o una dulce quinceañera), después de haber mantenido por tres cuadras su direccional encendida para voltear a la izquierda, iba a decidir a último momento ensayar una brusca maniobra hacia la derecha. Hubiéramos preferido mil veces respirar la asfixiante humedad que provenía de la hierba mojada, en lugar de vernos obligados a tragar el olor a caucho que despedían las llantas quemadas sobre el asfalto. A lo lejos escuchamos una compungida mujer preguntando:
-¿Alguien tiene un RIN para llamar a la ambulancia?
Nos preguntamos si esa alma piadosa, de ser el caso, habría podido encontrar un teléfono público en buen estado. Para nuestra salvación, de los arbustos surgió un alegre petirrojo transportando en la punta de su pico una migaja de pan. Detrás de él, afanado en no perderse el botín, uno de sus compinches se daba prisa por alcanzarlo.
Cuando por fin logramos recuperarnos, lo hallamos tirado en el parque. Parecía un muerto. Era nuestro querido compañero Waltirich. Tres cajetillas rodeaban su cuerpo. Se encontraba completamente privado. De su puño derecho emergía la punta de un sobrecito blanco. Tratamos de arrebatárselo, pero sus dedos estaban soldados.
-¡Dios mío! –exclamamos- ¡Qué pasa! ¡Necesitamos los psicotrópicos…!
Conociendo su angustia, sabíamos que cualquier esfuerzo por despojarlo sería vano. Waltirich podía ser vejado, ultrajado, violado en plena vía pública. Pero nadie sería capaz de arrebatarle los alcaloides.
                                                                       8         
El Capitán Raimar expresó su emoción combinando, en un solo acto, salto, suspiro y aplauso.
-¡Nuestra canción, Doctor! –chilló.
La melodía que sonaba en los parlantes de nuestra loza deportiva, acondicionada como local comunal por la directiva de la asociación de propietarios, era la re-actualización de “Sea of Love”, un éxito popular de los 50’.
El Doctor sostenía que la clave para una amistad duradera reposaba en la incompatibilidad de sensibilidades, por lo que el exagerado remilgo del Capitán Raimar lo confrontó a ejecutar un apresurado auto-examen en materia musical. Lo que consiguió fue un honesto aprecio por la, hasta entonces, ignota sabiduría de su abuela.
-Ese mozo me hace llorar –recordó que confesaba su septuagenaria antecesora cada vez que escuchaba a Nino Bravo en la radio.
Antes de emitir un comentario que estimaba ligero, hizo una pausa estudiada. Luego inquirió:
-¿Encuentras alguna diferencia entre las canciones de “Queen” y las sinfonías de Beethoven?
El Capitán Raimar pensó un momento fijando su vista en la luna, que brillaba como un cristal de cocaína sobre un espejo. El par de rubias que bailaban provocadoras frente a ellos, contoneando sus ajustados jeans, no era suficiente estímulo para distraerlo un segundo de sus desdichadas cavilaciones artísticas. Mientras su cerebro procesaba la dimensión de la pregunta, no paraba de mover la cabeza en sentido negativo.
-Si examinas las letras de Freddie Mercury –continuó el Doctor-, verás que son un himno de lealtad a su condición homosexual. 
En el ángulo opuesto del improvisado centro comunitario, el Narizón bailaba imitando los pasos de John Travolta. Pese a que simulaba estar enrollando un ovillo de lana, un círculo de hinchas entusiastas no cejaba en alentarlo.
El Conde, por su parte, urdía una táctica para pasar desapercibido. En verano, sacando provecho de su origen amazónico, se encaramaba igual que una iguana sobre las ramas de los árboles, donde asoleaba su torso huesudo. En invierno, se envolvía pecho, espinazo y extremidades con papel periódico para protegerse del frío. Pero esta vez el cuerpo se le desencajó por completo. Le entró la tembladera, empezó a transpirar helado, se subió el cuello de la camisa hasta la barbilla. Los mocos corrían incontenibles por su rostro. Una sucesión imparable de estornudos salía expulsada por su irregular tabique. A efectos de evitar el descalabro, hurgó en sus bolsillos buscando un pañuelo. Encontró una pieza de tela blanca, mugrienta y arrugada, como un trapeador usado. Intentó desenredarla sacudiéndola en el aire. Sucedió entonces lo impensable: una cantidad sorprendente de pequeños envoltorios amarillos voló por los aires, aterrizando desperdigados en forma de abanico sobre el piso.
-¡Pásame la manti! –exigió Camote.
-¡Cuánta pasa, cuánta fruta! –se maravilló el Hampón.
Para apaciguar el sofoco, el Conde se echó a bailar solo, cacareando con dejo criollo su vals preferido:
“Anita ven, a acariciarte como anhelo yo, si tú comprendes bien la realidad, no atormentes por piedad mi ser…”.
                                                                       9
Pasaba ya la medianoche y el Tríplex no se había movido de su ladrillo. Su posición en cuclillas, con los brazos apoyados sobre los muslos, rememoraba antiguos futbolistas posando para los fotógrafos antes del partido. Cuando estaba colgado, no se le ocurría mejor idea que matar moscas. Empleaba una técnica depurada con el periódico en la mano, y todo el mundo en la esquina admitía que poseía el garbo de un jugador de badminton. Pero cuando se le despertaba el gusano, se volvía indómito. A la primera pitada, se transformaba en un espantapájaros de cuello y corbata. En su historia personal estaban registrados varios intentos de suicidio. Sin embargo, palo de fósforo, cuchillo de plástico, hilo de lana, liga de hule, plato de papel, no fueron medios eficaces para consumar su desesperada fuga de la realidad. De repente, apoyándose sobre sus talones, se levantó de la vereda con un brinco acrobático.
-¿Comisión? –propuso.
El Champero respondió con su típica arcada, producto de la urgencia por combinar vaina con pay.
-Arrancanquín…. –dijo, frotándose las manos.
Nunca nos abastecíamos lo suficiente. Nos encerrábamos en el cuarto del Doctor con la esperanza de no tener que volver a salir. No faltaba mucho para que el toque de queda, impuesto después del atentado en Tarata, entrara en vigencia. Bajo situaciones de presión, no nos incomodaba apretujarnos en aquel angosto espacio de 4 metros de largo por 2 de ancho. Un genuino reto de distribución de interiores. La pequeña recámara sobresalía por exhibir una recargada variedad de amorosas piezas de filigrana doméstica. Intrincadas formas tejidas a crochet que servían de base para lámparas, ceniceros, posavasos y porta-lapiceros. Densas nubes blancas contaminaban el ambiente exento de ventanas, en el que predominaba un cerrado olor a perra, sobaco y poto mezclado con acetona y kerosene.
-¡Muévete, Narizón! –apuró Barreta.
El Tríplex no podía dominar su tendencia a cabecear el aire. Tenía el cuello rígido de puros nervios
-Tamos kileaos…tamos kileaos…tamos kileaos… -repetía sin cesar.
La inquietante incertidumbre de la égira, atravesando sombríos recovecos, eludiendo extrañas siluetas, nos causaba una excitación cercana al orgasmo.
-Apura, chololón…apura, chololón…apura, chololón…. –insistió el Tríplex.
-¡Tranquilo, huevón! –exclamó Barreta, escupiéndose la palma de la mano para plancharse el pelo.
-Un par de cuadras y salimos –alentó el Doctor.
Nos encontrábamos ya muy cerca del cruce con la avenida. Si doblábamos la esquina, estábamos salvados.
-Trifulca, mi hermano…trifulca, mi hermano…trifulca, mi hermano……–previno el Tríplex, su índice tembloroso haciendo una cruz sobre sus labios.
Justo unos metros antes de llegar a la intersección, un Volkswagen celeste, sin placas, salió de la nada a toda velocidad y nos cerró el paso. Una garra plagada de ronchas y las uñas negras se extendió por la ventanilla del copiloto y apretó un pistola de vaquero contra la sien izquierda del Narizón.
-¿Dónde llevas eso, angelito? –preguntó el pistolero.
El Tríplex se aventó de cabeza, como si fuera a atajar un tiro al ángulo. Ningún banal argumento podía negar la evidencia. El Champero, agazapado en el asiento trasero, distinguió camuflado el blasón con las espadas entrelazadas.
-El honor ni se divisa –masculló con rencor.
No aparentaba ser éste el momento para esperar un nuevo regalo de la Providencia. Nada parecido a aquel episodio en que los agentes, más por lástima, aunque en cierto modo también concediendo mérito a nuestra osadía, no nos detuvieron tras sostener, a las 3 de la mañana bajo una persistente llovizna, que el artefacto sobre los hombros del Champero era sólo una repentina adquisición familiar, máxime cuando el objeto en cuestión era un wáter desarmado con los tornillos salidos.
El Tríplex tenía ya los ojos desorbitados, los cachetes hundidos y la lengua atascada en los maxilares. Desde las profundidades del auto seguía indicando la presencia de mayores amenazas.
-Helicóptero…helicóptero…helicóptero…-musitaba, señalando con el dedo un agujero en el tapiz del techo.
                                                                     10
Arrastrábamos un boleto feroz. Nos podían botar a la calle como fardos inservibles, encerrar unos días en las mazmorras de los rayas o echar de las cantinas peor que perros sarnosos. Sin embargo, nuestro carácter inconquistable no se rendía. Volvíamos siempre a la carga como cruzados imbatibles. Nos sentíamos inmortales...
La punta del sol a mediodía nos taladraba el cráneo. El kiosco a orillas del litoral obraba como nuestro refugio final. El Doctor pensaba que, si continuaba confinado en esa sordidez, algo grave podía sucederle. El calor y el aturdimiento lo conminaron a buscar un poco de aire fresco. Se quitó los zapatos y arrancó los botones de su camisa para enseñar que era hombre de pelo en pecho. En un acceso de furia, abrió la puerta de un patadón. Empezó a andar a la deriva. Lo irregular del terreno y la fuerza del viento lo hacían trastabillar. A su paso despertó la zozobra de los veraneantes, que reaccionaron apartándose de su camino. En una mano llevaba un afilado cortaúñas y en otra un paco abierto de vaina. Lo único que le preocupaba era que el aire no le volara el último saldo que lo iluminaba.
Adentro quedó Barreta al borde del colapso. Enterró la cara en su regazo. Sollozaba con sinceridad, su cabeza rebotando contra la mesa. A su memoria vino una plétora de recuerdos tortuosos, que desbordaron su corazón de remordimiento. Sobrecogido por un rapto de arrepentimiento, levantó los ojos al cielo. El techo plano y lúgubre no le permitió alcanzar su objetivo. Entonces cayó de rodillas al suelo. Inclinando el rostro, imploró perdón. Aceptó que era preciso interrumpir esa práctica insana e intentar un nuevo derrotero. Calmada la tormenta interior, se incorporó y volvió a sentarse frente a la mesa. Secó sus lágrimas con la manga de su chaqueta. En un acto inconsciente, alzó las manos en señal de rendición. Alargó uno de sus brazos y de un manazo arrasó la mercancía que descansaba sobre la superficie. Al cabo de unos instantes, una crucial reflexión lo invadió. Meneando la cabeza, consideró mejor su inicial decisión. Con paciencia y esmero, recogió uno por uno el montón de paquetes que minutos antes había despreciado. Confiaba que ninguno de ellos se hubiera arruinado.
                                                                      11
Desde su llegada a Pompeya, el pequeño hombrecillo de semblante risueño nos había dado muestras de una sólida personalidad. Los comerciantes pioneros de la urbanización habían apostado por bodegas, verdulerías, librerías, bazares, panaderías, pero a nadie se le había ocurrido la idea de un bar. Nunca le puso nombre o instaló un letrero. Apenas colocó una minúscula pizarra en el interior anunciando los precios. Acostumbrados a tragos baratos de execrable calidad, nos enfrentábamos ahora a un respetable número de buenas marcas de vodka, gin, whisky, anisado y pisco. Era como si por fin alguien –un forastero, en este caso- se hubiera dignado a darnos la oportunidad de ascender un peldaño en la escala del linaje etílico. La clientela, además, estaba nutrida por un espectro de personajes de mayor reputación, incluyendo empleados públicos, gerentes de banco y amantes furtivos.
Una mañana, Barreta se presentó cargado de bolsas conteniendo globos, sorpresas, serpentinas, gorritos y una colosal piñata con la figura de la Mujer Maravilla.
-¿Saben cuántos cristianos murieron ayer en el motín de El Sexto?
Nadie estaba de humor para noticias morbosas. Habíamos visto todo por televisión, en vivo y en directo: rehenes torturados, heridos de bala, acuchillados a mansalva. Sobre nuestra mesa, las fichas del dominó esperaban a ser revueltas para la siguiente partida.
-¿A cómo están jugando? –preguntó Barreta.
-A palito –contestó el Hampón.
Eso significaba que el perdedor recogía un fósforo. Concluida la competencia, el que acumulaba más cerillos tenía que convertirlos en botellas de cerveza o, si la tarde lo ameritaba, en pacos de pasta básica.
-Tienes que empezar a disparar antes de que se haga más tarde –advirtió el Hampón, cuando comprobó que Barreta había sumado ya su noveno palito.
El Doctor, inflamado quizás por algún amor platónico, recitaba los versos de “Me engañas, mujer”.
-Me estás desplumando, mi hermano –afirmó Barreta-. No jodas.
-Aceptamos especies –sugirió el Conde.
Barreta ondeó una mano sobre su rostro.
-¡Pon otra cosa para escuchar, pues huevón…! -balbuceó.
-¡Más respeto, señor Barreta, por favor! –reclamó el hombrecillo detrás del mostrador.
-¡Ponle salsa al hombre! –exigió el Conde- ¡Hoy es cumpleaños de su hija!
-Sólo por eso te voy a dar lo que te gusta, viejo maricón –dijo el fontanero, y se dirigió al equipo de sonido para colocar un cassette de Juan Luis Guerra.
-¡Muy bien, muchachos! –irrumpió Barreta- ¡Silencio, silencio! ¡Vamos a hacer un brindis!
Todos, incluyendo los escandalosos alemanes millonarios de la otra mesa –uno de ellos ciego, el otro en silla de ruedas, transportados a diario por un elegante chofer-, nos pusimos de pie para unirnos al acto. Barreta levantó su vaso:
-Por mi pequeña y preciosa hija Claudita, que hoy cumple… -hizo una breve pausa para contar con los dedos en el aire- ¡cuatro añitos!
-¡Salud! –respondimos en coro.
-Un momento, caballeros…-dijo Barreta- Tenemos que hacer esto como se debe.
Repartió gorritos y serpentinas. Puso a los alemanes a inflar globos como locos. Cuando la decoración estuvo dispuesta y cada quien empuñaba de nuevo su vaso, mientras la Mujer Maravilla se erguía en una estimulante pose sobre el mostrador, en el umbral del bar asomaron dos pares de canillas femeninas, no del todo incógnitas: la adulta vestía malla y calzaba mocasines; la niña, falda y zapatillas.
-¡Barreta, qué estás haciendo!
Ni la rabia de su esposa ni la decepción de su hija, permitieron a Barreta reconocer que había puesto la fiesta de cumpleaños de la niña en manos de borrachos desconocidos.
Con el claro propósito de distender un poco el ambiente, el alemán ciego planteó una curiosa pregunta al Doctor:
-¿Cuál es tu meta en la vida?
El Doctor personificaba al típico filósofo de esquina.
-Quiero ser libre –respondió, con los ojos hinchados de rojo.
-Para eso tienes que prepararte –sugirió el teutón inválido- Estudiar…
-Lo único que puedo hacer con mi vida es escribirla.
-¿Quieres ser escritor, entonces?
-Estás en la edad de la frivolidad, muchacho.
A los alemanes no se les pasaba una. Pero el Doctor, maestro en el arte del disparate, poseía una habilidad exuberante para embaucar a cualquiera. El uso indiscriminado de metáforas, aforismos, sinónimos y epítetos en su lenguaje coloquial, le permitía proclamar supremas insensateces combinando palabras sobrias con expresiones obscenas.
-Llevar una vida sencilla no tiene nada de frívolo, señor –replicó, con su indiscutible voz de locutor de radio-: es lo más profundo a lo que puede aspirar un hombre.
-Entonces, ¿ya has escrito un libro? –demandó el invidente, cuya cabeza ovalada mostraba sólo un parche de cabello pegado a los parietales.
Después de una larga reflexión, azuzada por una creciente laberintitis crónica, que derivaba a menudo en razonamientos alucinantes, el Doctor respondió:
-En eso estoy, mi querido señor.
-Y el tono de tu libro…-empezó, con aire grave, el paralítico- ¿es otoñal o primaveral?
El Doctor, a fin de no ser considerado irrespetuoso, optó por omitir la respuesta.
-Por ejemplo, ¿que tienes ahí? –indagó el germano privado de la vista.
-Es una revista sobre las pinturas de Van Gogh –contestó el Doctor.
Se trataba de una vieja publicación de tiraje limitado y muy difícil acceso.
-¿Magú?–preguntó, intrigado, Camote.
El Capitán Raimar, sujetando con cuidado su protuberante manzana de Adán, invirtió unos minutos tratando de descifrar la conexión fonética entre una expresión y otra. Por ser hijo de padre masón y madre autoritaria, así como hermano menor de una joven retardada, el Capitán Raimar era un tipo hipersensible, que con frecuencia se resentía cuando lo abríamos por empalagoso. En su interior bullía un constante conflicto sin aparente solución. Solía conducirse de modo frugal. Seguía una agenda exacta. Ni siquiera en su trabajo –empleado de una fábrica textil- cumplía los horarios y desempeñaba sus funciones con tan precisa y minuciosa diligencia. Se desplazaba desde Santa Anita hasta Barranco, haciendo varias conexiones de buses –un verdadero viaje interprovincial que empezaba en el cono este de la ciudad y terminaba en el romántico balneario del sur-, para llegar sin demora. En los minutos previos caminaba desenfadado, silbaba con las manos en los bolsillos, compraba cigarros en un ambulante, leía titulares en un puesto de periódicos. A las seis de la tarde en punto golpeaba la puerta. Cliente discreto, precavido y respetuoso, era de los pocos –sino el único- que gozaba el privilegio de ser recibido en la sala. Desde el mullido sillón que le ofrecían para esperar el despacho, apreciaba con acucioso interés los beneficios de la organización. Una invalorable praxis que complementaba, confirmaba, reforzaba los conceptos teóricos que aprendía en las aulas de IPAE, donde estudiaba para ser administrador de negocios. Con infinita admiración observaba el atildado procedimiento implementado por aquella singular microempresa. La astillada mesa del comedor fungía como una gran estación de trabajo colectivo. El hermano mayor desenvolvía los fajos. El menor recortaba las envolturas. La esposa del primero picaba las piedras con una navaja. La concubina del segundo dividía las cantidades con una cuchara. Y la abuelita, circulando alrededor del grupo, entregaba los insumos. El proceso de empaquetado se realizaba al calor de animadas conversaciones, sazonadas con ocasionales bromas y sonoras carcajadas.
A las seis y media, la presión por el primer petardo lo obligaba a renunciar al medio social. Se imponía el aislamiento, la ausencia total de interrupción. Entonces perdía la perspectiva y se enfrascaba en la esencia de lo absurdo. Terminaba solo en el malecón. En vez de disfrutar la majestuosidad del Océano Pacífico, se concentraba en analizar las montañas de basura que se acumulaban a las faldas del acantilado.
-¡Camotumbi! –apuró el Champero- ¡Juega! ¡Es tu turno!
El Champero chupaba como vikingo y tragaba como romano. Nos tomó un tiempo comprender que en realidad no pertenecía al “club del hampa” sino que era miembro del Club de Lampa, lo cual encerraba una connotación bastante diferente. Su pobre viejo, fanático del rigor castrense, jamás imaginó que los andinos pulmones de su hijo primogénito acabarían un día soplando cuarenta tabacazos cada noche.
-Al menos asshhá en Argentina todos son lindos –afirmó Waltirich, ya repuesto de su descompensación neurológica.
Su tosca quijada en forma de trapecio invertido contradecía su medular aspiración de hombre cosmopolita, que había vivido y trabajado una temporada en Buenos Aires, por lo que se desvivía en refregarnos a la cara su acento y modismos porteños.
-Chaaaa…
-¿Cómo? –preguntó el Hampón.
-Ni siquiera de madrugada tienes que viajar en el micro con esos cholos asquerosos, que más parecen criminales achorados.
El Hampón, por el contrario, era tan guapo que, si hubiera nacido mujer, habría sido riquísima. Bajito y compacto, se mantenía bronceado incluso en invierno. Hablaba pausado, pronunciando las palabras con extrema pulcritud. Sus lentes redondos le conferían un malicioso aspecto académico. Había pulido su peculiar talento de tahúr hasta convertirlo en una especialidad para ganarse la vida. Ocho-loco, cubilete y dominó eran juegos que subrayaban su fortaleza en el territorio lúdico. Del mismo modo, era un as de la paleta y un tiburón del taco. Dada su excesiva individualidad, rara vez jugaba fulbito. Prefería utilizar su carisma personal para distraer a sus presas antes de chicharronearlas sin un ápice de caridad. 
Un correteo urgente en el exterior del bar disparó en alto grado nuestra ya avanzada paranoia. Por más de una década, eventos como la matanza de Uchuraccay, la explosión de coches-bomba, los continuos apagones y el decreto de paquetazos económicos habían sembrado en nosotros una sensación de eterna inseguridad. Nos lanzamos a la reja para presenciar el incidente. Pepú, el más tierno de la promoción, era perseguido a muerte por su padre, quien empuñando un martillo con expresión homicida corría resuelto a acabar de manera definitiva con la desesperada adicción al pay de su hijo.
-Guárdame esto hasta mañana, Doctor.
Escuchábamos esa canción todos los viernes por la tarde.
-No me lo vayas a dar aunque te lo pida.
Así reforzaba su solicitud Pepú. Pero a las diez de la noche ya estaba torcido.
-Dámelo, Doctor. Te lo ruego. No es tuyo. Lo necesito.
Entonces irrumpió en la sala Chuleta, el mimoso seductor. El perfecto huevón. De niño había sido toribianito. Su desenfrenado apego por la masturbación consuetudinaria lo convirtió en un virtual discapacitado mental. Un patita virolo y bizco a la vez, que chocolateaba las pupilas y nos confundía al hablar porque su cabeza apuntaba para un lado mientras su mirada lo hacía para otro.
-Me comí un filet muñón…-dijo.
Cepillo de dientes, desodorante o colonia no figuraban en su sistema de aseo. Un severo ataque de poliomielitis infantil lo dejó con una pierna más flaca que la otra. Su cráneo estaba invadido por gránulos de caspa y su aliento hedía a organismo putrefacto.
-Me subí a un Alfa Romero…-aseguró.
Nadie le prestó atención. Su existencia en la esquina podía interpretarse como la recreación del Fantasma de la Ópera, la resurrección del Hombre Elefante o la réplica del Jorobado de Notre Dame.
                                                                      12
A los ojos de cualquier hijo de vecino, La Alfredo sería un mastodonte de 2 metros, cuyo corte de pelo fusionaba el cerquillo rebelde de Adolfo Hitler con la trenza viril de Túpac Amaru y que, dadas sus dimensiones físicas –nos imaginábamos-, no tendría necesidad de usar las manos para sostener su monumental miembro a la hora de orinar. A su lado, La Bruja no pasaba de ser una piltrafa arrugada, de lentes intelectuales y osamenta encorvada. No encajaban en el estereotipo simplón creado para describir a vándalos ordinarios, escapando a medianoche de la policía con tacos y pelucas postizas en la mano. En la manzana “C” compartían un primoroso departamento decorado con variedad de cojines y multitud de acuarelas, que le conferían una acogedora atmósfera. Ambos encarnaban el vivo ejemplo de cómo la calidad del ser humano prevalece sobre su orientación sexual. Desafortunadamente para el común de la gente no eran más que un par de rosquetes despreciables.
Las fiestas que organizaban los fines de semana nos planteaban un único desafío: a cierta hora de la noche, después de varias ruedas bien cargadas de ron con coca-cola, La Alfredo aflojaba las piernas. De pronto su maciza corpulencia empezaba a tambalear. Sentado con los brazos cruzados y el tronco erguido, siguiendo la usanza de sus ancestros indios, en determinado momento una de sus rodillas caía enterrada en el piso. Daba la impresión de que se iba a poner a rezar, pero cuando empezaba a pestañear descontrolado sabíamos que estaba adoptando ya su clásica pose de succión. Un truco bien ensayado para no perder el equilibrio. Por lo general se jactaba de ser un gran tomador, pero en ocasiones con media copita se ponía a regalar el culo.
La Bruja se mostraba más predispuesto a la infidelidad. Era el terror de las mujeres casadas: les quitaba a todas el marido. Dejando de lado cualquier resquicio de discreción, le gustaba desvestirse delante de nosotros y montarse en cuatro patas sobre la cama, exhibiendo sin complejos la crudeza de su esqueleto. Desde allí se miraba en reversa al espejo y se talqueaba el poto desnudo con una polvera rosada.
-¿Qué está haciendo? –preguntó una noche, incrédulo, Camote.
La Alfredo se puso de pie y caminó con femenina elegancia hasta la puerta del baño. De dos pataditas coquetas se deshizo de sus inmensas babuchas y dio un veloz giro, enroscando las piernas como un tirabuzón. Su enorme tronco de nadador olímpico tomó la consistencia del lomo tasajeado de un cargador de bultos. Con exquisita gracia levantó una de las patitas y tiró el cuello para atrás. Su bata cremita salió volando por los aires.
-¡Impersecuta! –maulló La Bruja, relamiéndose los labios.
La Alfredo se agachó fingiendo recoger una moneda del suelo. La forma de su trasero podía competir con cualquier anatomía de estrella porno.
-¿Te provoca, Brujita?
La voz de La Alfredo no podía ser más sensual que la de una vedette de televisión luchando por ganarse el sueldo del mes. Pero el aparato genital de La Bruja, en esos trances, sufría un penoso proceso de enderezamiento y endurecimiento. A despecho de ello, la noticia que circuló en la esquina, a la mañana siguiente, comprometía a los dos pederastas sorprendidos en la intimidad de su habitación, tapados con las sábanas hasta la coronilla, apestando sospechosamente a caca.
                                                                      13
Era perentorio resolver si el siguiente paradero sería Los Intocables o Río Seco. Voluntarios para la comisión, había varios. Siempre listo y disponible, Cachito era el prospecto por excelencia, nuestro emisario ideal. Una delicada cicatriz cortándole la ceja derecha lo hacía aparecer como si se hubiera maquillado el pómulo.
Parte intrínseca y aceptada de la misión implicaba que el heraldo se reservaba el derecho a pelar una punta para su uso personal. El problema con Cachito era que a veces ni siquiera volvía. Desaparecía horas hasta que lo dábamos detenido por los rayas. Al amanecer surgía de la niebla vistiendo sandalias de mujer, una sucia camiseta llena de huecos y un pantalón imperdonable. Una vez, incluso, regresó embalsamado con harapos, un trapo amarrado a la cabeza y los pies envueltos en papel manteca. 
Pero esa noche no pretendíamos correr ese tipo de riesgos. Con la armazón que llevábamos, sólo quedaba una alternativa: la que fuera. Nuestra capacidad de comunicación había desertado la vía oral para amoldarse como recurso gráfico.
De repente una gresca atrajo nuestra atención. Cruzamos la pista, esquivando tránsito pesado y vehículos ligeros, para ver qué podíamos aprovechar. Dos sujetos panzones se revolcaban como soldados rampando en el campo de batalla.
-¡Pan con pescado! –azuzó Camote.
Uno de los contrincantes se levantó chorreando sangre, las mechas cubriéndole la cara. El otro, enseñando el ombligo velludo y el poto lleno de chupos, seguía lanzando alocados puñetazos al concreto, seguro de que estaba reventando a su rival con una brutalidad imposible de superar.
-¡Suéltame, conchetumadre! –vociferaba envilecido.
Su oponente reapareció, entonces, detrás de nosotros. Venía bañadito, o por lo menos peinadito, el pelo mojado, la ropa recompuesta.
-Le metiste su tatequieto, mi hermano –lo felicitó Camote, dándole una palmada en la espalda.
-¿Haces taxi, compadrito? –preguntó el Champero, viendo el cartel de goma pegado sobre el parabrisas de su carro.
-Con eso me gano los frejoles –afirmó el vencedor- ¿Quieren una carrera?
-Puede ser –dijo el Doctor.
-Vamos a un sitio bravo –advirtió el Narizón.
-Tranquilo. Yo también vengo de un sitio bravo –contestó el hombre.
-¡Barreta, carajo! –exclamó Barreta- ¿De dónde eres, hermano?
-Mariano Melgar.
La respuesta nos hizo caer en un vacío de silencio.
-¿Dónde queda eso? –indagó el Doctor.
-Más allá de Villa El Salvador.
-Lejos la huevadita –bromeó el Champero, soltando una risotada fantasmagórica.
-¡Viva Villacoca! –arengó Camote.
-¿Van a comprar? –preguntó sin tapujos el desconocido.
A leguas percibimos la brecha social que nos separaba, pero reconocimos que en el fondo era uno de los nuestros. Asentimos.
-Donde yo vivo venden buena merca.
-¿Sí? –curioseó el Doctor.
-Qué tienen por allá –averiguó el Narizón.
-Paisano, paiche, pay…pero del bueno.
 -¡Aj, qué rico! –aplaudió Barreta.
-Hagamos la chanchita –apuró el Champero.
-¿Cuánto tienen? –inquirió el nuevo integrante del grupo.
-No te preocupes, manito –apuntó Camote- Igual te vas a ganar alguito.
-¿Crees que lleguemos bien hasta allá con este maquinón? –cuestionó el Narizón.
-Garantizado, brother –aseguró el dueño del automóvil- Tiene pinta de cacharra, pero responde. Ya vas a ver.
En vista de que la noche nos ganaba, cerramos la transacción. Una vez en marcha, Camote le preguntó cuál era su gracia:
-Gavino –contestó-. Para servirte.
La ruidosa conversación del trayecto operaba como antídoto para la oculta tensión que acompañaba nuestras expediciones al hueco. Mientras algunos sólo pensábamos en lo rica que podía ser la primera dosis, otros no podían sacarse de la cabeza a la policía. Veinte minutos de recorrido, contemplando la progresiva descomposición -no sólo urbanística- del paisaje, fueron suficientes para empezar a crear un clima de exasperación en nuestro interior.
-Ya falta poco –alentó Gavino.
Camote no dejaba de chirriar los dientes. Al mismo tiempo tocaba un piano imaginario, hábito que había adquirido como consecuencia de los sucesivos secuestros a los que era sometido por sus padres antes de ser internado en diferentes comunidades terapéuticas.
-Soy el toro más banderilleado de la clínica –proclamaba con orgullo después de consumar cada escape.
La iluminación se iba empobreciendo a medida que traspasábamos la zona industrial y nos adentrábamos en lo que sería el área residencial. Mariano Melgar no era un barrio pobre, mucho menos una urbanización. Podía describirse apenas como un vasto arenal. El panorama que ofrecía la miseria, el desamparo y el olvido resultaba intimidante.
-¿Así que esto es Mariano Melgar? –preguntó, nervioso, Barreta.
-Así es, mi hermano –aseveró Gavino, volteando el timón a la derecha- El rico Mariano Melgar.
El Doctor, escrutando la periferia, dudaba de que los pobladores de aquella polvorienta invasión tuvieran conocimiento (o siquiera presumieran) de que el nombre que daba vida a su morada perteneciera al ilustre poeta arequipeño. Atribuía su origen a un posible rapto de inspiración artística por parte de algún dirigente vecinal o quizás al arraigo telúrico de un melancólico inmigrante. El caso era que Mariano Melgar -el auténtico vate characato-, según él, hubiera llorado de rabia o de tristeza al comprobar la devastación moral, sanitaria y económica del lugar que hacía homenaje a su nombre en aquel recóndito paraje de los extramuros limeños. Se preguntaba, asimismo, cuál sería la relevancia de los sucesivos cambios en la nomenclatura política: barriadas, pueblos jóvenes, centros poblados o asentamientos humanos no eran sino meros eufemismos acuñados por el gobierno para disimular su ineptitud y desdén.
Gavino bajó la marcha y apagó su Datsun dejándolo atravesado en la pista, sobre una calle que desembocaba en lo que sería la plaza de armas o el parque central. Descendimos con cuidado, espiando los alrededores.
-¿No estás bloqueando el paso? –inquirió el Narizón.
-No te preocupes –dijo Gavino- Allá al frente vive el tío.
-¿Ése es el hombre? –preguntó Barreta.
-Él mismo es –aseguró Gavino-. Esperen aquí, ya vuelvo.
-¿Y el billete? –se sorprendió Camote.
-No se preocupen –respondió Gavino, haciendo la señal de “alto” con la mano- Yo hablo con él primero y después arreglamos el negocio.
-Dale –dijo el Doctor.
Cuando Gavino se alejó lo suficiente, el Narizón hizo saber su desconfianza:
-Esto no se me cocina.
El Narizón no destacaba por su audacia en el terreno físico -nadie podía considerarlo intrépido-, pero su buen olfato rayaba en lo inmoral.
-El qué… –preguntó el Doctor.
-Venir hasta acá y quedarnos esperando.
-¿Cuál es el problema, hermanito? –inquirió el Champero- En peores sitios hemos estado.
-Sí, pero que este compadre nos traiga gratis y después no nos pida plata para traer la merca…me suena raro. 
Los minutos empezaron a correr y el viento a ponerse helado. Una densa bruma deslizándose de los cerros se instaló en las azoteas. El paisaje detrás de nosotros adquirió un sesgo fantasmal. En el perímetro, autos contrahechos y camiones en deplorable condición pernoctaban frente a las fachadas de las casas. No se divisaban siquiera perros callejeros en busca de comida o resguardo.
-Nos están mirando –dijo de pronto Camote.
-Quién –preguntó Barreta.
-En esa casa.
Camote señaló con los labios unidos una rústica estructura de calaminas.
-No te pongas paranoico antes de tiempo –dijo el Doctor.
Entonces escuchamos un ruido frío, como cuando alguien le da un puntapié a una lata vacía.
-Este huevón se está demorando mucho –apuntó el Narizón.
Guiados por el instinto de conservación, abandonamos nuestra posición casual y nos reubicamos de forma estratégica, colocándonos en círculo, de tal modo que cada uno podía monitorear el área por encima de los hombros del otro.
-Qué es esa luz allá al fondo –preguntó el Champero.
-Dónde –inquirió el Doctor.
-Voltea con cuidado –indicó el Champero, mordiendo las palabras.
Incapaz de obedecer, el Narizón reconoció en el horizonte una compacta barra en movimiento.
-Mejor busca por dónde arrancamos, huevón…
-Tranquilo –dijo Barreta, peinando su pelo engominado- ¡Le damos barreta a todos, carajo!
La lejana línea horizontal empezó a entrar en la zona iluminada.
-¡Es una mancha! –alertó Camote.
Indefensos forasteros, como éramos, indagamos las posibles rutas de desalojo. En ese proceso, el conjunto de siluetas difusas tomó cuerpo y mostró su rostro macabro. Los lideraba un zambo de rasgos carcelarios. Detrás de él, formando un ajustado triángulo isósceles, seis o siete mocosos con gorros de tela y zapatillas desamarradas, sacaban punta a sus fierros, rascándolos contra la pista.
-Hola, varón.
El zambo, por su contextura, bien podía haber sido un ex campeón de los Guantes de Oro. Vestía una imponente, aunque raída y desteñida, gabardina azul. Cuando preguntó “¿Se les perdió algo?”, nuestras crecientes conjeturas fueron confirmadas.
-No, todo bien –respondió el Narizón- Aquí, visitando a la familia.
El zambo no movió ni un músculo facial ante la tentativa de broma. Sus acompañantes chamuscaron algunos improperios, de los cuales sólo comprendimos el tono amenazador.
-Estamos sólo de paso- explicó el Doctor.
El zambo levantó el cuello de su gabán y cruzó los brazos.
-No nos gustan los sapos –dijo, en seco.
-Ya nos vamos, hermanito –intervino el Champero- No hay problema.
-Qué hacen a estas horas por aquí, causa –desafió un miembro de la comitiva.
-Vinimos con un amigo –contestó Camote.
-¿Amigo? –dudó otro de los socios.
-Estamos recogiendo una encomienda –explicó Barreta- Lo esperamos para que nos lleve de regreso.
Estirando el cuello hacia atrás, el zambo nos midió de arriba abajo.
-En serio –agregó el Doctor- Ya nos vamos.
Demasiado tarde. El zambo abrió con parsimonia su sobretodo y del bolsillo interior extrajo un gigantesco cuchillo de cocina, que empezó a golpetear contra la palma de su mano. Era un artefacto mayor, envidia de cualquier carnicero ranqueado. El metal relució deslumbrante en medio de la noche.
-No pasa nada, brother –dijo- No te creo.
Ésta era nuestra oportunidad de aplicar el cúmulo de lecciones aprendidas en el fragor de anteriores cacerías. Maratonistas de fondo o corredores de distancias cortas, igual nuestro desempeño habría valido para ganar una medalla de oro; batiendo récords mundiales, además. Atravesamos lotes baldíos, rodeamos casuchas de esteras, saltamos muros derruidos, pisamos toneladas de basura, cruzamos alambres enrollados. Desplegamos, sin saber, una retirada digna de competir en eficiencia con las más sagaces operaciones protagonizadas por las Ratas del Desierto. Nunca antes habíamos hallado con tanta rapidez la salida. El zambo y sus sardanápalos, aun sorteando insospechados atajos, sólo consiguieron ver nuestras sombras desvanecerse en la oscuridad de la carretera. 
A la volada subimos al primer micro que apareció en el firmamento. Sintiéndonos enfermos terminales fuera de peligro, para festejar y recobrar el hálito perdido, culminamos la jornada comiendo hígado refrito en un resinoso perol de carretilla.
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“¿En qué momento se jodió el Perú?”. Trillada cuestión, que nunca nos interesó averiguar. A nosotros, los ingobernables, nos tocó vivirlo.






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