viernes, 27 de septiembre de 2013

Humberto Dib


Leña

Cuando esta mañana pasé por el parque, vi que el plátano -debajo del cual suelo sentarme a leer- estaba caído, seguramente la tormenta de anoche lo había derribado. Me detuve porque sentí que estaba delante de un crimen perpetrado por algún asesino forestal, o algo así, pues la policía había colocado unas cintas rojas y blancas para circunscribirlo y no permitir que nadie se acercara. Ni siquiera yo.

Un Peugeot 208 que circulaba a excesiva velocidad se metió en el Banco Francés de Olivos, haciendo añicos la vidriera y parte del frente del edificio. En su carrera irreflexiva arrastró cuatro cajeros electrónicos, dos mostradores y tres escritorios, y dejó una gran cantidad de sillas y ordenadores destrozados, pero por suerte no lastimó a ninguno de los empleados que trabajan en esa sucursal. El vehículo se detuvo a (exactos) diez centímetros de una señora algo mayor que estaba haciendo la fila para pagar la cuadragésimo sexta cuota de la hipoteca de su vivienda. Debido al estruendo, la mujer dio un saltito hacia atrás y quedó justo debajo de un rayo de sol que se colaba por la ventana de una pared lateral. A ella el accidente no le pareció grave sino algo beneficioso, pues aprovechó el calor del Astro Rey para secarse el cabello. Es que todavía lo tenía húmedo porque había salido demasiado apurada de su casa y ahora estaba con miedo de contraer la gripe A.

Verlo así -vencido, inerme, tumbado- me pareció una escena devastadora. Pero más sobrecogedor fue cuando vinieron unos hombres de la municipalidad y comenzaron a partirlo con esas horribles hachas. Me pregunté para qué demonios se repite aquel embuste del árbol caído si jamás nadie acompaña la palabra con la acción.

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