miércoles, 28 de agosto de 2013

Humberto Dib


Voy Ayer

Me da un poco de vergüenza contarlo, pero mi primer beso verdadero tuvo sabor a guiso. Era de noche, Mónica había conseguido salir a la calle para verme con la excusa de sacar la basura. Allí me regaló aquella saliva aceitosa, condimentada con pedacitos de arveja. De fondo se escuchaba I saw her standing there, la voz de Paul se colaba por la rendija que había quedado en la puerta mal cerrada. Ese exiguo instante de eternidad me bastó para quedar enamorado de ella. Yo tenía 13 años.

Alguna vez creí que compartir mi vida con una mujer en la comodidad de un apartamento coqueto bien podía ser la síntesis de la felicidad. Pero no, muy pronto aquel apartamento encantador de mis sueños se transformó en una horrible celda de la que no conseguía escapar, al menos no de una manera inocua. Es que me casé con Elisa siendo muy joven y sin estar enamorado. Me casé no solo para disfrutar de una felicidad ficticia, sino estúpida, que es lo peor, la dicha de vivir en un apartamento bonito lleno de anaqueles con portarretratos y adornos cursis comprados en ferias de artesanía. Yo era de esas personas que tienden a relacionar el amor con las chucherías que se colocan sobre los muebles. Más baratijas, más amor: un cálculo idiota. En fin, nuestra convivencia no podía terminar de otra forma.
Durante aquellos meses de muerte en vida que fue mi matrimonio, había adquirido el hábito redentor de espiar a la vecina del 3º 'A' que -a su vez- tenía por costumbre vestirse y desvestirse frente a la ventana abierta de su dormitorio, la cual daba al patio interno. Desde la cocina, subido al mármol del fregadero, solapado tras la oscuridad y los vidrios entrecerrados del ventanuco, podía observarla con lujo de detalles. Le había tomado el tiempo y sabía en qué momentos del día se dedicaba a quitarse la ropa y a mostrarse semidesnuda. Lo hacía sonriendo impúdicamente y con la cadencia propia de una profesional del espectáculo erótico, en verdad conseguía excitarme. Confieso que todas las relaciones que mantuve con mi mujer estuvieron sostenidas por las fantasías que me creaba con la del 3º 'A'. Pero un día tuve la ruina de encontrarme con ella en la puerta de calle. No podía dar crédito a lo que me mostraban los ojos, esa hermosa Venus del striptease -de golpe- se había convertido en una mujercita sin el menor encanto: baja estatura, hombros caídos, ojos saltones y varios etcéteras. Aunque haya puesto cara de desconcierto, estoy seguro de que sí entendió por qué, al pasar a su lado, le dije que era una reverenda desgraciada hijadesumadre.

Lo que se vive después del primer beso es una sensación tan novedosa que no termina de agradarnos del todo, sin embargo, tenemos la imperiosa necesidad de renovarla una y otra vez en nuestra memoria hasta que termina pareciéndonos maravillosa y queremos repetirla en la realidad. Y la repetimos, por supuesto, y en cada reedición concreta se va acentuando lo bello y se va desvaneciendo lo extraño. Entonces andamos así, como si en verdad no fuera que avanzamos por la calle, sino que la calle se fuera metiendo -lenta y cadenciosamente- dentro de nosotros, que flotamos a varios centímetros del piso, algunos con sabor a guiso infinito en la boca.

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