lunes, 1 de julio de 2013

Humberto Dib


Vengo a deshacer mi sueño

Existe la posibilidad de que no me comprendan. Es lógico y hasta esperable que así suceda, pues lo que voy a relatar me tiene a mí mismo como narrador y personaje (títere quedaría mejor), y que debido a eso pierda objetividad..., perspectiva, como si a este boceto que intento trazar le faltase un punto de fuga. Parece algo simple, no habría que buscarle mayores vueltas, pero lo simple tiene el embrión de lo insoluble. Ya no me engañan más cuando dicen que una cosa es simple. Lo cierto es que alguien tiene que entender, a alguien tiene que quedarle claro. Sepan disculpar este rodeo innecesario y abrumador, pero necesito ser transparente.
Esto ocurrió hace muchos años, cuando la fantasía ocupaba la mayor parte de nuestras vidas, cuando encarábamos cada aventura con la negligencia de los que desconocen o no les importan las consecuencias, cuando había mucho más camino por delante que hacia atrás, cuando había esperanzas, en fin: cuando aún estábamos vivos.

-Vengo a deshacer mi sueño- dijo Gabriel, jadeante, a la vez que largaba la bicicleta.
Lo dijo con tanta vehemencia que los tres nos miramos sorprendidos. Luego vinieron las preguntas y las burlas, pero él -sin prestarnos atención y como si lo hiciera con maniquíes- fue llevándonos a cada uno a un lugar diferente. No parecía nervioso, pero esparcía piedrecitas y hojas por la acera con diligencia y gravedad exageradas. Cada tanto se detenía para asegurarnos que era muy importante que escucháramos bien lo que decía, ya que el mínimo error podía echarlo todo a perder.
Creímos que se trataba de una broma o de algún juego que había aprendido en la escuela, así que le seguimos la corriente. Éramos niños, creo que eso ya quedó claro.
Después de que terminara de colocarnos a todos en un sitio exacto (a Marcos sentado en el umbral de la casa de Don Lito, a José en el pavimento y con el pie derecho levantado, a mí como viniendo desde la esquina), nos explicó al detalle lo que teníamos que hacer cuando él diese la orden.
Estaba todo listo y nosotros duros como estatuas vivientes, pero Gabriel todavía esperó a que una señora enfundada en un vestido azul pasase delante de la escena, ya que esa era la señal. Entonces movió la cabeza y los tres -un poco riéndonos entre dientes- comenzamos a ejecutar la ceremonia que nos había puntualizado, después de la cual, él, simplemente, desapareció.

Pasó mucho tiempo de aquello, nunca más volvimos a ver a Gabriel.
No es miedo lo que siento cuando recuerdo este suceso, sino una lacerante sensación de que, desde hace treinta años, estoy viviendo en el sueño vacío que otro abandonó.

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