viernes, 12 de julio de 2013

Humberto Dib


Vulgaridades

Para que no pierda tiempo, antes de que comience a leer, me gustaría que le quedase claro que mi relato de hoy es largo y vulgar, aunque su valor -si es que tiene algún valor- radica precisamente en eso, su vulgaridad. Habla de las personas, del amor, del desencuentro, de la tristeza, de la afectación, de la estupidez, de la histeria: Vulgaridades. 

Eso que los psicoanalistas llaman histeria es algo que nadie se toma demasiado en serio, al menos no nosotros, los hombres. Los hombres tendemos a reducir esta palabra a una muletilla ridícula que sacamos -como si fuera la tarjeta roja de un árbitro de fútbol- cuando nos referirnos a una tipa que no nos dio bola. Grave error, pues se trata de algo mucho más serio, más complejo, que no afecta solo a las mujeres, pero que es asociado -no sin razón- al ámbito femenino. Somos tan frágiles ante ellas y su histeria que nos causaría horror verlo tal cual es, por eso -hombres y mujeres por igual- denigramos el concepto a una palabrita pueril y evanescente. Si la idea primitiva de un “útero errante”, de un útero que se resiste a ocupar el lugar que le corresponde, y que, caprichosamente, se desplaza a la garganta, al pecho, a las piernas o a los brazos de la doliente, ya aparece en escrituras egipcias que se remontan a miles de años antes de Cristo y llega hasta nuestros días, por algo debe ser. Por supuesto, hoy es más complejo, las máscaras y las escenas cambian al ritmo del tiempo. Esa constancia, esa insistencia de la histeria en perdurar a lo largo de tantos años es lo que me llevó a interiorizarme en el tema, a leer, a preguntar, a meterme en cursos en los que apenas entendía -en el mejor de los casos- un cuarto de lo que se hablaba. De todos modos, nunca estudiaría seriamente Psicología, pues jamás me dedicaría a atender personas, menos aún si son histéricas. Lo digo sin tapujos: no las soporto. Aunque es bien cierto que después de entender -teórica, académicamente- un poco mejor el tema, comencé a sentir lástima por ellas, porque sé que el precio que tienen que pagar es mucho más elevado que el que hacen pagar a las víctimas de su eterna insatisfacción. La moneda histérica siempre pierde al cambio, porque las fluctuaciones del Mercado del Deseo no se pueden medir con la escala con la cual se mide el precio del Euro, por ejemplo. La moneda histérica hace quebrar a compradores y vendedores por igual. Por favor, no se partan la cabeza, no importa cuánto puedan hacer: nunca es suficiente.
Gisela (lo siento, Gigi, tuve que decirlo) era una persona que poseía el don de hacer del amor el arte del desencuentro. Siempre tenía a mano una técnica, una estrategia, un esquive burlón para escapar de aquellos a los que, previamente, les había dado todas las coordenadas necesarias para que llegasen a la encrucijada de tener que confesarle sus sentimientos… o elegir el camino del silencio. Pero como ambas opciones llevaban a un mismo fin, todos los candidatos veían destrozadas -ingenuas mariposas contra el radiador del auto- las ilusiones de una verdadera pasión, o de un tiempo de ensueño, o de unos días de placer, o de una noche de lujuria.
Ante la duda, yo elegí el camino del mutismo.
Pasado el tiempo de las palabras susurradas, las miradas dulzonas y las risitas nerviosas -un tiempo de idas y venidas sin concreciones, en definitiva-, vino un período de distanciamiento absoluto. Sin embargo, hace unos días, luego de un año de no saber nada de ella, cuando ya creía que todo estaba muerto y enterrado, me encontré con Gisela por casualidad y fuimos a tomar un café. Ya en el bar, no tuvo ningún reparo en confesarme -así, como al pasar- que en una época había estado enamorada de verdad de mí, pero que yo, lamentablemente, había dejado pasar el momento y la oportunidad. Ella sabía muy bien que conseguiría que me sintiera como un pobre infeliz, que me haría arrepentir, maldecir, llorar, insultar, querer apretarme los testículos con una pinza por no haberle confesado mi amor en aquel momento. Pero esta víctima que está narrando esto, hoy sabe que si en aquel entonces le hubiera manifestado sus sentimientos, la respuesta de ella habría sido un seco, despectivo y tajante: “Pero tú qué te piensas, me parece que te has equivocado”. Sin embargo, ahora viene y me cuenta lo que ella sentía, lo que le pasaba conmigo -porque marcan muy bien el pretérito imperfecto, no saben nada de Lengua o Literatura, pero son especialistas en el uso del pretérito imperfecto, diría más bien que son las creadoras del Pretérito Insatisfecho: “Ah, esta película no era como yo pensaba”, “Creía que el frasco tenía más, qué desilusión”, “Me encantaba ese grupo, pero no sé qué pasó”, “Cuando usabas barba me atraías más…”.
¿Sería adecuado que ahora le dijese lo que callé? No, ahora sería tarde. Ahora ella siente… cosas por otro hombre: ¿Viste cómo es, amor? (porque usan mucho amor, vida o gordi, para nombrar a cualquiera, otra estrategia), el tiempo pasa y una no puede quedar atada al pasado, a una persona que ni siquiera se animó a hablar. Golpe bajo, más bajo de lo que el reglamento permite. Histeria, útero errático, no sé, puede ser, tal vez, mírame-pero-no-me-toques, te-daría-si-me-pidieras-pero-si-me-pides-no-te-doy, que se enclava en lo profundo de gran parte de la sociedad femenina (y masculina, dejémonos de embromar) actual. Pero nos convencen, no sé cómo, pero nos ganan. Terminé diciéndole -sin decirlo del todo- algo de lo que había sentido por ella. Grave error. Cuando nos aplicaron el Pretérito Insatisfecho, la peor alternativa que uno puede elegir es devolverles un pretérito pluscuamperfecto -la palabra lo dice textualmente: Más-Que-Perfecto, ¿brindarles algo más-que-perfecto a las Diosas de la imperfección, la insatisfacción y la queja?-. Una vez que me di cuenta de mi error, mi táctica para enfrentar el hecho y salir airoso fue mostrar algunas habilidades -más trucos que habilidades-, que como piedras de colores baratas tuvieron el objetivo de distraer su atención y alejarla del foco principal. Le aclaré: “Espera un poco, yo no dije lo que tú creíste entender, te equivocas, las cosas están muy claras para mí, ahora yo te veo como una amiga”. Una manera cursi de no mostrar mi debilidad, no más que eso. El error básico es no saber de mujeres (¿quién sabe de mujeres, después de todo?). Nunca se debe menospreciar a una mujer, pues ellas siempre tienen las armas adecuadas para dar vuelta cualquier situación a su favor. Pueden parecernos increíblemente tontas o atrozmente inteligentes, pero todas, absolutamente todas tienen la capacidad de hacernos pasar un domingo infernal, una semana terrorífica, unos meses de profunda tristeza, unos años de nostalgia o una vida de mierda.
¡Ay, Gisela y todas las Giselas rumbosas que nos siguen como hordas de fantasmas inconsistentes!

El peligro es apostar al amor como si se tratara de un juego de azar, cuando en verdad los movimientos ya están armados de antemano, preconcebidos por Eros, ese ciego y misterioso tahúr que no se deja atrapar tan fácilmente, chiquillo insatisfecho que no hace más que mostrarnos la carta equivocada y agitarla delante de nuestros ojos para que creamos que es la correcta, mientras se guarda la enjundiosa baraja en el último bolsillo que pueda ocultar su bolsa.
No tuve demasiadas posibilidades, creo que mi relato lo dejó claro, sin embargo, mis movimientos fueron acertados, aunque previamente pautados con sutil embozo por mi Destinador -cada uno tiene el suyo-. Yo propuse Póquer, él, Punto y Banca. Mi apuesta fue grande, tal vez no tanto como lo habría querido este hijo de padres inciertos, pero los pringosos centavos que me quedaron después de aquella derrota catastrófica, me posibilitan ahora, una vez más, arriesgarme a rojo o negro; par o impar; primera, segunda o tercera docena; y entonces dejar correr la bola con el simple objetivo de ver lo que me depara el próximo lance. 
-No va más... ¡Cero!

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